Mi madre duerme. He
fumado, tirado el humo a uno de los sacos que cuelgan en mi ropero. Escucho a
Vivaldi. Fue intenso releer a Emmie. No recordaba lo cabrón que escribe. Me
duele el pecho. Suenan ecos por los conductos de mis cavidades. Me has partido
en dos de una estocada, verticalmente, sinuoso cuerpo desmembrado, uncida estoy
por la viscosidad de mi interior. Con dos toques me he puesto demasiado. Sigo
preguntándome si será la sustancia o mi propio veneno lo que me vuelve
depresiva. Solían ser graduales los cambios de ánimo. Ahora son así,
arrebatados, bruscos. Me siguen las sombras de mi habitación: una vela
encendida, la lámpara a un costado de mi cama haciendo abanicos de luz sobre la
pared. La pared es verde, yo reclino el lado izquierdo de mi rostro en ella, la
siento fría como la temperatura de mi corazón. Porque también él se ha vuelto
inerte y con tendencia al congelamiento. Pero brotan gotas, se aviva una
corriente debajo de las faldas de mi corazón impávido. Se resiste. Pulsa de
adentro hacia afuera, se hincha como la respiración de un toro, o de un
caballo. Luego me vuelvo entera, tibia y agonizante, pero de cara al cielo que
me ha visto llorar de madrugada. La voluntad-león atraviesa como rayo de sol de
aurora. Ya viene. He de renacer. Quizá es lo que tratabas de decirme, pero yo
no me he dado cuenta,
no me he dado cuenta,
no me he dado cuenta,
no.
Imagen: Aurora, por Guercino
No hay comentarios:
Publicar un comentario