miércoles, 8 de septiembre de 2010

San Lunes

Lunes 30 de agosto, 2010.

No puedo ni recordar el clima de esa mañana. Usualmente recuerdo a detalle los días importantes o trascendentes, lo que me hace pensar en la motivación que dejé olvidada al igual que mi desayuno en ese primer día premeditado y a prisa. De regreso a la cotidianidad, a la vida universitaria, al andar de entes sin nombre, de seres impersonales que forman parte de una masa moviéndose en cámara lenta mientras yo, en pausa, observo. Primera clase, Diagnostico Socioeducativo, insustancial como era de imaginar. En más de una hora no logré comprender la incoherente explicación de la materia. Los rostros con el bostezo pintado y las miradas hacia todos y ningun lado, transcurrían los minutos y nada; después de ese nada el maestro decide ir por su café matutino. A su regreso, esperaba el momento en que sucediera algo interesante, mínimo que derramara ese café sobre el escritorio, o que hubiera un inesperado simulacro de incendio, o mejor aún, que fuera besado por Atenea y le sacudiera las ideas. Ya divagando me encontraba al imaginar mi desesperación, mi trance, mi existencialismo caótico durante el resto del semestre (¿o cuatrimestre?). Después de esa guerra dramática entre la apatía subdesarrollada y andante sin rumbo que irrita aún más que los rayos ultravioleta a mis pupilas y la imcompetencia docente vestida de bufón carente de racionalidad para trasgredir cualquier deficiencia amenazante, pude salir al viento.


Lunes 6 de septiembre, 2010.

Ha transcurrido ya una semena y cada día tengo largas discusiones con el inconsciente, dedido no ir detrás de ese arquetipo que desea hundirme en la tragedia y no desistir a mis ideales. Ya una vez, en mi desmesurado ataque de ira decidí dejar de simular y abandoné la fidelidad a una materia impartida por este mismo bufón, en ese festival de mediocridad y egoísmo aunada al trivial canto de pretenciones. Hoy, desperté contenta después de ese sueño mitológico en el que espadas luchaban en una danza de pasiones, aunque mi memoria no parece un fiel recuerdo de lo ocurrido, queda un bizarro paisaje en tonalidades grisáceas. Llegué con una actitud distinta, un tanto positiva a mi escenario de risas. Cuando la clase se volvía atractiva y fluian las opiniones, pasó lo inaceptable, lo que no experimentaba desde aquel semestre de terror. Como toda persona respetuosa de las opiniones de sus compañeros, levantaba mi mano. Tenía las palabras prescisas en la punta de la lengua y mi brazo estirado sin angustia. Veía innumerable cantidad de metrónomos alrededor de este canto pretencioso haciendo lo suyo. El individio me miró, lo miré, sonrió, lo miré, y con su rostro sin vergüenza y sollozos enigmáticos me negó la palabra, me limitó el pensamiento, dejó ver una completa desigualdad como todo un docente sin ética, no conforme le dió la palabra a otros antes que a mí. Sentí un calor en mi rostro como rara vez se manifiesta a esas horas de la mañana. Todo se torno borroso, callado, y la única imagen nítida era esa tremenda masa de cuerpo esputando palabras en off. Envuelta en un cólera irremediable, veía sin observar, oía sin escuchar. Ganaron torpeza e ignorancia irrumpiendo violentamente en toda mi serenidad (...)